viernes, 25 de julio de 2008

Incondicionalidad: una falacia

Eterna compañera

Si tú eres mamá y trabajas, seguro la conoces (si no eres mamá y alguna vez haces cualquier cosa, anteponiendo tus propias necesidades y deseos a los de los demás, seguro también la conoces).  Se llama Culpa, y es recurrente compañera de nuestras vidas. A mí no me cae bien, y a menudo me pregunto por qué no puedo echarla de mi vida.

 Sylviane Giampino dice que las madres se siente culpables por definición, tengan o no un trabajo remunerado. Las primeras, afirma, encontraron “una buena razón de sentirse culpables respecto de sus hijos: su ausencia”. Aquellas que no salen a trabajar, se sienten culpables igual, aunque a juicio de Giampino, por razones más absurdas: su falta de paciencia con los hijos o su exceso de consentimiento; su falta de cooperación con el ingreso familiar y lo inútil del sacrificio de sus padres por pagarle sus estudios.

 Siempre habrá pretextos para perpetuar la presencia de la Culpa en la vida de hombres y mujeres, pero en especial de las mujeres, y esto se debe a esa programación de la que hemos sido objeto durante generaciones, que nos impone como sentido existencial el papel de cuidadoras universales de los otros.

 Orígenes

Es fàcil encontrar, en la vida cotidiana, ejemplos de esta sutil programación hacia el autosacrificio como virtud. Aquí va uno:

 Sabina, mi hija, siempre había sido una niña “compartida”.  Yo me sentía orgullosa de su actitud generosa y el aparente desapego hacia sus juguetes y la felicitaba por ser una excelente anfitriona con sus invitados.

 Pero entonces, cumplió tres años. La generosidad se le acabó. Poco a poco comenzó a dudar cuando llegaba el momento de ceder su muñeca en turno, hasta que de repente, la sorprendì en franco arranque de egoismo, negándole a su amiga no sólo el juguete con el que se entretenía en ese momento, sino todos los demás juguetes también. Mi impulso inmediato –aprendido, seguramente, a través de enseñanzas transgeneracionales–, fue decirle: “Las niñas bonitas no son envidiosas”, y rematé con un espantoso: “A las niñas envidiosas, nadie las quiere”. ¡Qué cosas más horribles de decirle a mi hija! Traté de componerlo después, pero el daño estaba hecho y la misión ancestral cumplida: mensaje transmitido a una generación más.

 Valores

¿Desde hace cuánto tiempo venimos escuchando este tipo de discurso? En primer lugar, ¿a quién demonios debería importarle ser “bonita”? En todo caso, ¿quién dicta lo que es ser “bonita”? En el caso de las mujeres, una vez asimilado el asunto –hasta el tuétano–, adquirimos una gran dosis de frustración que nos alcanza para el resto de nuestra vida, ¡preocupadas por no ser lo suficientemente “bonitas”!  En segundo lugar, ¿qué es ser “envidioso”? ¿No habría que preguntarse, para empezar, si es cierto eso de que siempre debemos compartir? Sería sensato aprender a analizar si realmente queremos compartir y/o nos conviene compartir.

 Ahora que lo pienso, me encantaría que mi hija desarrollara suficientes habilidades creativas para pensar en algo que pudiera tener contento al susodicho invitado sin tener que sacrificar ella sus propios deseos. Sería una enseñanza valiosísima para la vida: aprender las reglas del famoso juego “Ganar-Ganar”. La próxima vez le dire:“las niñas inteligentes saben negociar en vez de pelearse por los juguetes”.

 El trasfondo

La realidad es que el asunto de la “envidia”  en los niños es una simple etapa de su desarrollo de la que no hay preocuparse demasiado; pronto pasa su necesidad de reafirmarse a través del ejercicio de poder que conlleva la socorrida frase de “es mio”. Lo que sí considero importante, es revisar el discurso que les damos cuando, presas de la desesperación y el estrés provocado por nuestra propia intolerancia, lanzamos frases hechas que muy bien pueden conformar los valores de su interactuar en la vida.

 Es claro que no sólo las niñas se ven expuestas a este peculiar discurso. Pero también es cierto que, a diferencia de los hombres, quienes a lo largo de sus vidas aprendea validar sus necesidades individuales (i.e., a los niños se les fomenta el espíritu de competencia –ganador vs. perdedor–)–, a las mujeres nos refuerzan la noción de que las necesidades ajenas son más importantes que las propias (i.e., entre los valores femeninos en nuestra sociedad están la condescendencia y la resignación).

 Obsérvate

La próxima vez que tú te niegues algo en beneficio de los demás, détente y pregúntate ¿por qué?, ¿tengo motivos reales para anteponer mis necesidades a las de los demás o mi única motivación es la Culpa? Esta última razón no justifica tu sacrificio. Especialmente porque la incondicionalidad, supuesta base del sacrificio, es irreal. Siempre esperamos algún tipo de reciprocidad, pero en nuestra estructura social –en la que la actitud de servicio de la mujer en beneficio de los demás se da por sentada–, tal reciprocidad no está necesariamente en las reglas del juego establecido. El costo pues, es una justificada sensación de estar siendo –en palabras de Clara Coria–, “explotadas” . De ahí surgen, “con el paso del tiempo, los reclamos y las acusaciones de ingratitud… ante los renunciamientos femeninos.” Tarde o temprano, alguien paga esa factura, y el costo, para quien quiera que lo asuma, es demasiado alto.

 Para leer más

Giampino, Sylviane. ¿Son culpables las madres que trabajan?, Ed. Siglo XXI, D.F.: 2002.

Coria, Clara. Las negociaciones nuestras de cada dìa. Ed. Paidós, D.F. 1997.

Este artículo fue publicado en Milenio Diario, el 17 de febrero de 2004.

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