Creo que nunca me ha quedado tan clara la noción de que todos somos iguales que cuando yo presencié, tratando de mantener la compostura, una escena como esa frente al hombre de mi vida.
Esta vez era yo la que aguantaba, mientras él se quebraba en lágrimas de roble; era yo quien callaba, mientras él se desbordaba en palabras por mucho tiempo contenidas; era yo quien se mantenía ecuánime, mientras él estallaba en mil pedazos de intensidad. Me sentí tan abrumada que no sabía si reír o llorar. Entendí la expresión indefinida de su cara cuando muchas otras veces, en el pasado, era yo quien filosofaba entre sollozos respondiendo a mis propias preguntas. Pero ahora, mi cerebro no alcanzaba a procesar toda la energía que salía agolpada por todos los poros de este hombre cuyas emociones estaban a flor de piel; mi corazón estaba bloqueado ante tan inesperada avalancha y, en vez de dejarse fluir, trató de protegerse cerrándose cual si tuviera una puerta de hierro.
Tuve la sensación de haber cambiado de posición en el juego.
No me cabe la menor duda, nuestros roles de género se están moviendo. Hoy en día, en nuestra lucha por la igualdad de oportunidades, las mujeres hemos ido conquistando roles que antes sólo les pertenecían a ellos. Ejemplo claro de esto es el rol de proveedor que, cada vez más, la mujer asume como propio adentrándose afanosamente en la esfera de lo público, sin dejar –por supuesto-, la de lo privado que sigue siendo parte de sus roles irrenunciables, poco compartidos por sus parejas masculinas. Y ante tal movimiento y transformación de los roles femeninos, en especial en lo que se refiere a la generación del ingreso familiar, ellos están comenzando a hacerse cuestionamientos literalmente existenciales. Porque si, como dice el Ps. Anthony Clare, “…en la sociedad capitalista actual un hombre no se define por lo que es, sino por lo que hace”, ¿qué puede sentir cuando su papel como proveedor deja de ser indispensable y no tiene otro rol asumido en su pequeño mundo familiar?
Ante esto, puedo entender –aunque no por ello me dejaría de irritar si la pregunta me la hiciera mi marido- su genuina confusión cuando se preguntan: “Y ¿qué más querrá esta mujer que se siente insatisfecha con nuestra relación de pareja? Si no le falta nada…” Es probable que la respuesta no les parezca evidente, pues en su formación como “hombres” fueron educados, principalmente, para el legendario papel de proveedores y protectores, negándoseles deliberadamente todos sus derechos emocionales –incluído el de dejarse conmover ante el sufrimiento ajeno-.
Y bueno, las preguntas que valdría la pena hacerse aquí son: ¿qué es, entonces, la masculinidad?, ¿qué los hace a ellos ser hombres?, ¿cuáles de los valores “masculinos” de antaño siguen siendo vigentes para nuestras nuevas interrelaciones?, ¿cuáles no? Habría que tener claro que, si defiendo mi derecho femenino a entrar en la esfera de lo público –típicamente asumida como masculina por naturaleza-, ellos también tienen derecho a entrar en la esfera de lo privado –típicamente considerada como femenina por naturaleza-, incluyendo su derecho a demostrar sus sentimientos, debilidades y miedos. Y es justo reconocer como, cada vez más, esa demanda es una realidad en México –aun si sigue siendo marginal–.
En mi opinión, tal situación habla de un crecimiento humano hacia un verdadero encuentro de las dos cosmovisiones, programadas de forma tan distinta a lo largo de los años. Tan es así que en nuestro país, internacionalmente conocido por sus “machos mexicanos”, se creo CORIAC, una admirable organización masculina que declara apostar por el “cambio personal, cultural y social de los hombres para desarrollar nuestro potencial humano de empatía, sensibilidad y solidaridad para contruir una sociedad más equitativa y justa.”
Conmovida como estoy ante la súbita transformación emocional de mi compañero de vida, reconozco la reciente manifestación de su aparente “debilidad” como una oportunidad histórica de romper con viejos esquemas; como una fuente de poder que nos permitirá una mayor posibilidad de empatía y entendimiento, para establecer un nuevo canal de comunicación entre dos seres humanos sujetos de gozo y sufrimiento por igual.
Mi hija presenció la escena del llanto de su padre; en su candidez y ausencia de prejuicios comprendió que, en esa ocasión, “papá lloraba de contento”. Qué fortuna, a sus tres años, aprender con naturalidad que los hombres ¡también lloran!
Para leer más: Clare, Anthony. La masculinidad en crisis. Ed. Taurus. Madrid: 2002.
Otros recursos:
· Colectivo de Hombre por Relaciones Igualitarias, A.C. Diego Arenas Guzmán N° 189,Col. Iztaccihuatl, a una cuadra del metro Villa de Cortés. C.P. 03520, México D.F. Telfax: 56 96 34 98. http://coriac.org.mx .
Este artículo fue publicado en Milenio Diario, el 24 de febrero de 2004.
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