Hace unos días me enfrenté con el reto de describir el significado de la palabra “ternura”. Vocablo conocido por todos, trillado, utilizado incluso como cliché. No obstante, qué dificil de describir. Lo hice como mejor pude: “capacidad de demostrar el amor sin palabras”. Pero la realidad es que se me presentó como todo un desafío. Lo peor del asunto fue cuando, ante mi falta de éxito para definirla, se me pidió hacer uso del lenguaje corporal para el mismo fin. La conclusión de mis interlocutores fue que, si bien yo sabía lo que significaba la palabra, no tenía ni la menor idea de cómo demostrarla y ponían en duda incluso la posibilidad de que la hubiera sentido.
Fue un ejercicio intenso que me llevó a hacerme muchas preguntas. ¿Qué nos –o me– ha pasado con los sentimientos que, de forma muy generalizada, tenemos dificultad para expresarlos?, ¿es que estamos perdidos en las palabras, los conceptos, los significados y nos hemos olvidado de sentir? Ante la gran cantidad de estímulos sensoriales –luces, colores, sonidos e imágenes– que nos inundan omnipresentes, hemos levantado una muralla protectora para sobrevivir. El problema es que los escudos te permiten no sentir los golpes, pero también te privan de sentir las caricias.
Entonces, ¿qué hacer ante la abrumadora sobreestimulación?, ¿cómo protegernos del dolor de la pobreza que nos rodea, de la ignorancia generalizada, de la inconciencia, de la violencia, de la falta de solidaridad, del abuso de poder?, ¿cómo preservar la sensibilidad y soportar al mismo tiempo la tristeza ante la realidad? La verdad es que si hay que decidir entre no sentir el amor para no sentir la tristeza, o sentir la tristeza con tal de sentir el amor, habría que irse por la segunda opción. El reto está en lograr el justo equilibrio que te permita suficiente sensibilidad para vivir la ternura y suficiente fortaleza para no quedar paralizado por el dolor. Es necesario un trabajo constante con la conciencia para llegar a ese estado mental. El lugar ideal para llevarlo a cabo: la familia.
Es claro que no estoy hablando necesariamente de la familia tradicional, esa en donde hay roles preestablecidos de acuerdo a exigencias socioculturales y en donde, típicamente, se carece de libertad y sobran las estructuras rígidas. Estoy hablando del tipo de familias que se caracterizan por su “viveza, naturalidad, sinceridad y amor (…) en donde la gente demuestra su afecto, inteligencia y respeto por la vida.”1 Pueden estar conformadas por padres e hijos, por una mamá sola con hijos, por un papá soltero, por una pareja sin hijos o una pareja homosexual, incluso por un grupo de personas más amplio, exista o no una relación de pareja de por medio. Viriginia Satir la denomina familia nutricia y es “el sitio en donde encontramos amor, comprensión y apoyo, aun cuando falle todo lo demás; el lugar donde podemos refrescarnos y recuperar energías para enfrentar con mayor eficacia el mundo exterior”.
Existen familias que, a primera vista, podrían parecer familias modelo: cuentan con un papá y una mamá, tienen hijos “perfectos” y corteses, poseen una casa propia, automóvil y mascota, tienen toda clase de lujos, comodidades y sirvientes, parece que viven la situación ideal. Y sin embargo, pueden ser perfectamente infelices, sufrir de gran soledad y frustración, ser inflexibles, rígidas y distantes; puede tratarse en realidad de familias conflictivas, típicas de nuestra sociedad urbana y postmoderna enfocada a los logros materiales y a las apariencias.
¿En qué parte del trayecto perdimos el enfoque correcto, el del amor?, ¿en qué momento dejamos de apreciar más el tiempo compartido que las posesiones desechables?, ¿cuándo perdimos la capacidad de expresar el amor y la sustituimos por el poder adquisitivo?, ¿por qué dejamos atrás la ternura y dimos paso a la búsqueda de la perfección? Lanzo estas preguntas al aire al tiempo que intento respondérmelas a mí misma. Desconozco las respuestas y tampoco se a ciencia cierta el camino de vuelta a casa, de vuelta a la verdadera esencia humana. Pero las hago también desde la esperanza en nuestra capacidad de autoconciencia, agradeciendo la maleabilidad del ser humano, nuestro potencial de constante transformación.
Recobrar la confianza en el ser humano –en nosotros mismos-, puede ser el primer paso. Sin duda, ante las devastadoras muestras de crueldad y violencia que llenan páginas editoriales, resulta difícil. Y por ello, bien vale la pena mirar profundamente en los ojos del otro, para recordar nuestra similitud, para no perder de vista que estamos en busca de lo mismo, tratando de construir caminos conducentes al mismo lugar: el del reencuentro propio y mutuo.
En ocasiones parece un esfuerzo infructuoso. Pero ante la responsabilidad de heredar el mundo a las siguientes generaciones, el intento es una obligación. La transparencia de la mirada de un bebé, su luz interior, es siempre una posibilidad de evolución humana. Por eso –por devolvernos la esperanza-, aquí, ahora y en este contexto, aprovecho para celebrar todos los nacimientos del día de hoy, en especial el de María Elisa. Va un beso para ti, pequeña, lleno de ternura y de optimismo.
Para leer más:
Virginia Satir, Nuevas relaciones humanas en el núcleo familiar. Ed. Pax México: 1991.
Publicado en Milenio Diario, el 26 de mayo de 2004.
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