martes, 20 de enero de 2009

El oro en la vida diaria

¿Por qué lloramos con los juegos olímpicos?, ¿por qué nos emociona tanto ver la cara de satisfacción de un joven que porta con orgullo su medalla olímpica coronada su cabeza con hojas de laurel mientras escucha las notas de su himno nacional?

¿Alguna vez has llorado escuchando nuestro himno nacional mexicano? A mi me pasa cada lunes, en la ceremonia de la bandera de mi hija. Desde mi primera experiencia viviendo en el extranjero, hace más de una década, no puedo evitar el nudo en la garganta cada vez que oigo los primeros acordes del citado himno. Pero la verdad es que no tengo muy claro qué es lo que siento.


Opción A
Tal vez lloro de emoción al comprehender el verdadero significado de los versos del himno nacional que nunca antes había entendido en realidad.

Opción B
Quizá lo que siento es tristeza por lo que el himno insinúa que deberíamos de ser para nuestro país y que no somos.

Opción C
Podría tratarse de un gran orgullo por lo que sí somos como mexicanos y que veo reflejado en las palabras que componen esta canción emblema de nuestro país.

Opción D
Igual y se trata de añoranza y ganas de ser todo eso que el himno asegura que somos.

Opción E
Una combinación de todo lo anterior.

Opción F
Mi emoción en los juegos olímpicos ha traído a mi mente una opción adicional que me tiene muy inquieta. ¿Qué tal si lo que me emociona tanto de ver a un atleta mexicano -o de cualquier otra nacionalidad para tal fin- escuchando orgulloso su himno nacional, parado sobre el pódium del mayor logro que haya podido alcanzar, es que vivo a través de él lo que nunca he vivido por mí misma?, ¿qué tal si esa emoción es un paliativo para el dolor de mi propia mediocridad?, ¿qué tal si lloro porque no puedo reír del gusto de compartir la excelencia, la realización, el éxtasis de las metas cumplidas con esfuerzo, voluntad y disciplina?, ¿qué tal si me conformo con ver a hombres y mujeres leyenda que triunfan en un lugar remoto mientras yo dejo de soñar mis propios sueños en el sillón de mi casa viendo la televisión?

¿Cuándo llegará el momento en que todos sigamos el ejemplo de estos deportistas ganadores que nos demuestran, al menos cada cuatro años, nuestro potencial dormido? El sueño olímpico se me antoja una metáfora para un sueño mayor y más masivo. Un sueño en el que cada uno de nosotros, en la esfera en que nos desenvolvamos, aspiremos a ser la mejor versión de nosotros mismos, aspiremos al oro y estemos dispuestos a entregar nuestra vida para alcanzarlo. Se, sin lugar a dudas, que cuando esa mentalidad permée en cada uno de los actos cotidianos que realicemos, contagiando de integridad, entrega, compromiso y responsabilidad a nuestro entorno, seremos un país con más medallistas olímpicos y, más importante, con gente que no sólo llore, sino que también pueda reír de emoción con los logros ajenos, resonando en lo más profundo de su ser con ese otro ganador que refleja su propia realización personal.

Más allá de los pretextos de siempre, de la alimentación, los incentivos, los presupuestos, etc., hay algo en la mentalidad de esos países ganadores que son capaces de coleccionar más de cincuenta medallas en las diversas disciplinas olímpicas. Una confianza fruto del compromiso, del trabajo realizado a conciencia, del mejor esfuerzo. Confianza que podemos ver también en los ojos de Ana Gabriela Guevara, de Saúl Mendoza, de Damaris Aguirre, Fernando Platas y del equipo de futbol femenil, pero que difícilmente vemos en el resto de la delegación mexicana, que se conforma con un esfuerzo mucho menor.

Pero basta de circo. Se nos va la vida en las finales de soccer, en el super-bowl, en los play offs, en las olimpiadas. Todo eso queda muy lejos y hay poco que podamos hacer dando instrucciones a diestra y siniestra con tono de expertos entrenadores o quejándonos amargamente de lo mucho que ganan para que no hagan nada. Pongámonos a evaluar nuestro rendimiento y, si es posible, seamos un mejor coach de nuestra propia vida. Tal vez resultemos buenos para autodirigirnos y alcanzar objetivos ambiciosos.

Qué ganas de que Sabina, mi hija, crezca en un país de ganadores, en donde los niños tengan razones de peso para sentirse orgullosos de ser mexicanos. Qué ganas de que la próxima vez que me pregunte por qué lloro cuando escucho el himno nacional, yo pueda contestarle con toda sinceridad que lloro de alegría, y proponerle que mejor comencemos a reírnos. Pero, como sabemos, las ganas no bastan… ¡vamos trabajando!

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